Este texto contiene spoilers de Undertale (Toby Fox, 2015), Omori (Omocat, 2020), Hades (Supergiant Games, 2020).
Habiendo ya acabado por primera vez Undertale y obtenido el final neutro, me decidí por jugar un segundo run y apuntar por la ruta pacifista. Ustedes saben, aquella en la cual el jugador elige la paz y no la guerra, hablar y no pelear, comprender y no confrontar. Llegué a Waterfall, conocí a Monster Kid, escapé de Undyne y seguí con mi camino. Durante mi tránsito por un pasillo, llegué a una parte que se sentía más bien como una habitación: ahí encontré a una solitaria estatua que por su forma recuerda a un monstruo en penitencia, doblegado por la vida, sobre la cual cae un haz de luz y un ininterrumpido flujo pluvial. Me quedé pensando en qué significaba y por qué está ahí. Después de no encontrar una respuesta, seguí con mi camino.
En la siguiente pantalla se nos ofrece un pequeño bote con unos cuantos paraguas. Interactué con él y tomé uno. Seguí caminando y llegué a la siguiente pantalla. Veo que llueve y pienso Ah, claro, el paraguas es un detalle cute para que no nos mojemos. Sigo andando, la precipitación sube y, de repente, me cae, cual valde de agua fría, una idea. Regreso dos habitaciones y la efigie sigue ahí. Me acerco mientras sostengo el paraguas, interactúo con el monumento y me da la opción de entregar el paraguas. Acepto. Frisk cubre a la estatua de la lluvia con el ítem y empieza a sonar la canción memory. Para mí se sintió muy natural hacer este pequeño viaje en mi segunda run, donde la gentileza regia mi actuar. Lo pensé de la siguiente manera: “darle el paraguas a la estatua es un favor a ella misma: esto impedirá que se erosione por la implacable fuerza del fluir del agua”. En el videojuego no hay ninguna indicación explícita de que se puede hacer eso ni tampoco es necesario hacerlo para avanzar en la historia. Este acto tan sencillo (que, recordemos, implicó avanzar, tomar, retroceder, colocar) se sintió como apoyar a la estatua a seguir siendo eterna, que hubiese un registro, pase lo que pase, ruta que se siga (sea la genocida, la pacifista o la neutral), de que aquí hubo monstruos que habitaron. Estuve un buen rato en la habitación pesando en lo emotivo que fue para mi ese pequeño detalle. Cuando menos me doy cuenta, en la parte superior de la pantalla aparecen una serie de botones. Investigué y me entero que tal combinación es la solución a un puzzle opcional en la obra de Toby Fox y, para ser honesto, me molestó eso. No entendí en su momento la razón.
En mi primer (y hasta ahora único) run de Omori me sentí muy conmovido con la primera hora. Somos Omori y estamos en un patio de juego colorido a más no poder y conocemos a nuestros amigos: Mary, hermana del protagonista; Hero, nuestro amigo mayor; Aubrey, una chica un tanto tosca pero con mucha alma; el energético Kel y su amor por la vida y Basil, un tímido joven que lleva sobre su cabeza una corona de flores que él mismo hizo. Sigo mi partida. Jugamos escondidillas, un enemigo secuestra al floral joven, le salvamos y nos invita a ir a su casa. Antes de llegar a ella, nos da un recorrido por su bello y maravillosamente cuidado jardín y nos habla de cómo todas las flores que cultiva le recuerdan a sus amigos y cualidades de estos. Las flores son presentadas, pues, como un elemento característico del diseño de Basil pero, además, como un símbolo de la amistad: algo que se tiene que procurar y con lo que uno tiene que esforzarse día tras día.
Llegamos a su casa, la cual se encuentra en el centro de un bosque, con árboles tupidos, flores por doquier y con la música más cálida que puedo imaginar. Lamentablemente la alegría no es eterna y Basil desaparece sin dejar rastro alguno y nuestra misión en el onírico mundo es encontrarlo. Seguí recorriendo el mundo, avancé en la historia, conocí un poco más al resto de los amigos pero me di cuenta de que me faltaba algo: me faltaba Basil. ¡Ah, por cierto, se me pasó contar cómo funciona Omori! En el videojuego hay dos secciones: primero, aquella en la cual deambulamos en un sueño y controlamos a Omori; luego está en la que controlamos a Sunny y deambulamos en vigilia por el pueblo durante los últimos tres días previos a la mudanza. Lo hasta ahora descrito ocurre en el soñado mundo y en este buscamos a Basil. En el mundo real, mientras controlamos a Sunny, Basil no está perdido pero sí que es un tanto distinto a la persona que hay en los sueños: un poco mayor, demasiado inseguro, tímido y con el peso de la existencia sobre sus hombros.
Las pocas interacciones que tuve con Basil en la vigilia me hicieron empeñarme más en buscarlo en el sueño: debido a sus malestares, Basil huía de la ayuda de cualquiera y pensé si no puedo ayudarlo en la vida real, haré todo lo posible por salvarlo en el mundo onírico. Con este sentimiento en el corazón continué mi run. Sentía una necesidad y una premura por salvarle pero, debido a la longitud de la obra, hubo momentos en los que me sentí impotente por no lograr mi objetivo (y creo que este es un acierto de la obra). En algún momento durante el segundo sueño ese sentimiento fue tan grande que decidí visitar su abandonada casa para recordar un poco lo poco que viví con él. Voy derecho a ella, sin prestar atención a nada. Llegué y la vegetación que otrora era cuidada por Basil y rebosaba de vida ahora se encuentra mermada: los árboles perdieron su follaje y las plantas murieron. La deducción es evidente: esto sucede porque no hubo quien cuidará del lugar. Tanto el mundo como yo resentimos la ausencia de Basil: yo con mi tristeza y el mundo con su decadencia.
Acongojado, decido regresar a mi quest: si de por sí salvar a Basil ya era mi prioridad número uno, el ver el mundo decayendo solamente me motivó más para salvarle. Salgo corriendo de su casa, del bosque en el que esta se encuentra y esta vez sí que presto atención a las plantas que otrora el joven de la corona de flores dijo que representaban a sus amigos y veo que se están marchitando. Al igual que los alrededores inmediatos de su hogar, también estás plantas recienten su ausencia. Aparto mi mirada de las flores que están dejando de ser y veo un rayo de esperanza en forma de regadera de plantas: me acerco a ella, interactúo, la tomo y voy dando de beber a cada una de las flores que hay ahí. Después de haber regado unas cuantas plantas salta un pequeño cartel avisando que a alguno de los cuatro integrantes de mi party le ha aumentado un punto de su salud. Este detalle me pareció muy, muy bello: un punto de salud no es nada dentro del gran esquema de las cosas (donde la vida total es de 131 puntos en el nivel más bajo) pero lo importante no es qué tanto cura sino qué significa: procurar a los otros, en la obra dirigida por Omocat, es, en cierta medida, procurarnos a nosotros mismos; querer y demostrar afecto nos hace bien; cuidar de quien amamos es sano y aporta un poquito a nuestras vidas.
Este detalle se refuerza más, considero, si se tiene en cuenta que a menos de veinte segundos de recorrido está Mari y nos puede curar, de golpe, la salud a todos los integrante: nos dan una recompensa casi trivial para una actividad sumamente significativa. A decir verdad, creo que este es el momento que me hizo empezar a amar Omori como obra. Respeto mucho ese detalle. Investigando veo que regar las plantas es una condición necesaria para conseguir el “final bueno” e, igualmente, me molesté.
Como
estos ejemplos puedo pensar unos cuantos más que plantean algo así como que
cualquier acto que demande un cierto esfuerzo hacia alguien dentro del videojuego sea instrumental y eso
no me gusta. Es decir, siento que en el videojuego hay una fuerte
tendencia de hacer que todo lo que el jugador haga tenga una recompensa. Si lo
pienso bien, esto tiene sentido si pensamos que, en tanto medio interactivo,
queremos que nuestras acciones tengan alguna clase de valor y,
como a nadie le gusta hacer una tarea para nada, también recompensa. Sé que hay mecánicas que tal cual no proporcionan nada más que expresión pura (como la de Star-Lord en GOTG que cuando oprimes el gatillo de disparar en lugar de desenfundar su arma hace el gesto con las manos y ruiditos con la boca) pero no pienso en estas cosas: pienso más bien en actos de cuidado y no en pequeños detalles.
Puedo
entender la razón arriba enunciada y estoy seguro de que no muchas personas me seguirán en esta
opinión pero estoy deseoso de obras en las que no todo lo que haga tenga
importancia, donde no siempre que tienda la mano haya una recompensa, en especial si ese alguien a tal que los desarrolladores esperan que formemos un vínculo emocional.
Quiero decir, evidentemente es necesario que el jugador tenga en alguna medida
impacto en el videojuego pero no creo siempre debamos
tener una recompensa por todo lo que hagamos por alguien a quien se espera que apreciemos. Los videojuegos representan,
por medio de sus sistemas, el cómo funcionan ciertas cosas como, por ejemplo,
las armas (Call Of Duty), los cuerpos (Super Mario Bros) y las relaciones
humanas (12 Minutes) y siento que precisamente aquí está mi queja: los
videojuegos que instrumentalizan todas y cada una de las relaciones con seres
humanos tratan a las relaciones como actividades en las que siempre se debe recibir algo. Es decir, esta clase de decisión mecánica instrumentaliza lo que no es un instrumento. ¿Ah, que
regaste las plantas de Basil? Obtienes el final bueno de Omori; ¿Le pusiste una
sombrilla a una estatua abandonada en Undertale? Te doy la respuesta a un
puzzle; ¿Entregaste la mascota perdida a la melancólica niña de Chrono Trigger?
Pues mira, que te defenderá en el juzgado; ¿Le diste néctar a los dioses y
acariciaste a Cerbero en Hades? Pues qué crees, aquí tienes los Favores de los
dioses (los cuales te ayudaran en tu viaje por el inframundo) y por acariciar
diez veces al can tendrás un bonito logro que te dará gamescore. Paren
ya de hacer esto: lo único que logran al recompensarme es que deje de verlos como personajes, como gente o cosas con las que podría relacionarme emocionalmente, y los vea más bien como herramientas.
Cuando
regué las plantas de Basil fue porque le extrañaba y quería que cuando
regresara viera que alguien cuidó de algo que él amaba; cuando me volví a
entregar la sombrilla a la estatua lo hice porque quería que siempre hubiese un
recuerdo de los monstruos, independientemente de qué les sucediera; cuando
acaricié al can de Hades fue porque disfruto de hacerlo en la vida real y
hacerlo en el videojuego me hacía ilusión y cuando, por ejemplo, di el néctar a
Aquiles fue porque era evidente que entre él y el protagonista hay una relación
de aprecio y quería que siguiese siendo así en mi tránsito por el inframundo
(quería, pues, cuidar las relaciones que mi personaje ya tenía); cuando intenté
(sin éxito) devolverle su mascota a la niña fue porque pensé en lo doloroso que
es perder algo que se quiere y en cómo el llanto de un infante es desgarrador y
no quería eso en este mundo virtual: ninguna de todas estas acciones
las hice pensando en desbloquear un final, una respuesta a un puzzle, recibir
una recompensa o ser eventualmente salvado. Lo hice porque lo que se contaba,
lo que se retrataba, lo que veía, me importaba a un nivel emocional y me
bastaba haber demostrado ese sentimiento dentro del mundo virtual. No quería ni buscaba nada con estos actos y aun así me dieron algo.
Hace
un tiempo escribí un texto en el cual reflexionaba sobre lo que es la amistad.
Si bien ahorita no sé qué tanto suscribo dicha publicación (más por cosas de
método que de contenido) sigo sosteniendo que en ciertas relaciones humanas (las emocionales) hay algo de desinteresado.
Por ejemplo, tenemos amistades porque en sí mismas nos son valiosas y nos importa
la persona y no porque queramos obtener alguna clase de beneficio de ellas
(tanto así creemos eso que, por ejemplo, cuando alguien hace algo por mero
interés de inmediato esa acción no se ve como un acto de un amigo). Ahora
bien, si es cierto que los videojuegos modelan, reproducen y proponen
cómo funcionan / deberían funcionar ciertas cosas (en este caso, los actos de cuidado), los desarrolladores, al
hacer que nos acostumbremos incesantemente a las recompensas, están pintando a
los actos emocionales como actos en los que siempre se tienen que recibir recompensa y hacen que el jugador, por lo tanto, crea que siempre que se haga algo por alguien más se se vaya a obtener X o Y beneficio y eso me molesta.
Nuevamente,
quiero, anhelo, estoy deseoso de videojuegos que no me recompensen por cada
acción que hago. Hubiese amado regar las plantas de Basil
sin desbloquear nada, haber ayudado a Alphys y Undyne a que se confesarán su
amor sin que eso me diese el mejor final, haber ayudado a los vecinos en Buddy Simulator 1984 y
que no fuese esta la razón por la cual se uniesen a mi aventura. Ninguno de estos actos requerían de recompensa porque me sentí bien haciéndolos sin más. Necesito, pues, videojuegos que rescaten uno
de los aspectos más bellos del acto humano de relacionarse, a saber,
videojuegos que tengan sistemas que nos permitan el actuar desinteresadamente.
En este sentido, considero, si los videojuegos de verdad quieren comprometerse a retratar amistades o relaciones amorosas tienen que renunciar a siempre darnos algo. Si la amistad, por ejemplo, es algo así como una disposición entre un grupo de personas de compartir sin esperar ninguna clase de beneficio y los videojuegos quieren tocar esos temas entonces tienen que darnos, pues, la posibilidad de actuar para ellos mismos, por los personajes por los que quieren que tengamos un apego emocional, y a la vez que no siempre haya recompensa. Necesito, pues, videojuegos, obras videolúdicas, que traten al resto de subjetividades como fines y no como medios.